Lo que un día me contó mi padre sobre la isla que tenía que visitar deprisa, deprisa

Lo que un día me contó mi padre sobre la isla que tenía que visitar deprisa, deprisa
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No sé si os acordaréis de mi vista a Alemania para reencontrarme con mi padre. Pues bien, una de las conversaciones que mantuvimos en el Jardín Inglés, en Munich, mientras yo escribía en mi cuaderno, versó sobre una isla que debía visitar deprisa, deprisa porque muy pronto ya no estaría.

La conversación, si no me falla la memoria, fue tal que así:

–Oye, ¿quieres comer algo? Yo invito. Comida típicamente bávara. ¿Qué te parece?

–Lo que quieras.

–Bien, ahora vuelvo.

Comimos salchichas y bebimos cerveza fría, rodeados de otros comensales, y todo aliñado por la música de la orquesta hortera que ejecutaba las piezas a 33 revoluciones por minuto.

No hablamos mucho más aquella tarde, exceptuando pequeños comentarios dirigidos a la bondad de la bebida o a lo idílico del lugar. Ambos habíamos acordado tácitamente no hurgar más en el interior del otro. Con todo, antes de despedirse de mí (tenía que irse, siempre ocupado en arcanos quehaceres), de nuevo me preguntó acerca de lo que escribía con aquella estilográfica.

–No sé. – Me pilló desprevenido, y con las defensas bajas –. Un poco de todo.

–Ajá. Me ha quedado perfectamente claro, clarísimo – Y se echó a reír. Se puso serio de pronto: –Perdóname.

–No haces gracia.

–Tengo cierta gracia, reconócelo.

–Lo que tú digas. –Y desvié la vista hacia un cisne que sumergía el cuello en el agua.

–Bueno, ¿pero escribes ficción? Me encantan las historias.

Le respondí sin mirarle:

–Escribo historias, sí.

Mi padre plegó los labios, complacido.

–Interesante, interesante. Me encanta acumular historias. Viajando aprendes muchas. ¿De qué trata tu historia?

Me entretuve en despedazar la servilleta de papel manchada de mostaza y no le dije nada, refugiándome en un semblante hosco. Ya había levantado de nuevo mis defensas y no iba a permitir que mi padre sedicente las cruzara.

–Yo conozco una muy buena – prosiguió él, inasequible al desaliento –, sobre una isla. Una isla llamada Tokelau. Es un diminuto archipiélago del Océano Pacífico compuesto de tres islas y unos cien islotes alrededor de ella. Allí no hay carreteras, ni puertos. La gente de esta isla vive gracias a la pesca y las ayudas de Nueva Zelanda. Por no tener, apenas tiene turismo. Apenas diez visitantes al año. Es un paraíso, mejor de lo que puedas soñar. Palmeras, aguas cristalinas, enormes lagos e inmensos corales. Pero ¿sabes lo mejor? Si quieres visitarla debes darte prisa. Porque dentro de veinte o treinta años estará por debajo del nivel del mar, y habrá desaparecido para siempre. Una joya que dejará de brillar en cuanto parpadeemos. Un suspiro de belleza. Como el espejismo de un oasis.

Mi padre había conseguido captar mi atención. La imagen de Tokelau me resultó fascinante, una suerte de Atlántida… que aún se podía visitar. De nuevo le estaba mirando a los ojos y a la boca, pues no sólo aquel relato me había entusiasmado sino que su voz, modulada, de agradable timbre, me había transportado en volandas hasta el Océano Pacífico. De nuevo, le hablé, pues mi curiosidad se superponía a mi actitud beligerante:

–¿Has ido?

Se reclinó en la silla, cruzó los brazos y estiro las piernas, gozoso, poniendo cara de niño travieso.

–Fue una odisea. Primero en avión hasta Nueva Zelanda. Luego, sólo hay un barco que viaja mensualmente a Apia, Samoa, a transportar provisiones a la isla. Es un viaje de tres días, y no es un barco de pasajeros sino un carguero maloliente. Me pasé tres días vomitando con tanto ajetreo. Tokelau tampoco tiene puerto, así que, una vez cerca, vienen unas canoas a recoger lo que trae el barco, incluyendo cualquier loco que haya viajado hasta allí. Pero valió la pena. Si existe, ¿por qué no verlo?

Me fascinó que aquel hombre de apariencia tan mundana, de esqueleto tan endeble, que compartía la mitad de mis genes, del que había heredado también su apellido y quién sabe qué más, hubiera visitado aquella isla de naturaleza evanescente. Y experimenté, también, un ligero cosquilleo en mis tripas, porque, tal vez, secretamente, quería repetir su hazaña. Viajar a Tokelau sería como viajar a Munich, pero multiplicado por mil.

Por supuesto, no le revelé a mi padre todas aquellas sensaciones. De hecho, recordé (como si, por un momento, lo hubiera olvidado) que estaba enemistado con él. Enemistado de por vida. Y me impuse mantener mi mutismo, y a los pocos minutos, tras una disculpa, se marchó con su bicicleta y ya no le vi más hasta el anochecer.

Contemplé cómo se marchaba pedaleando, hasta que fue empequeñeciéndose por la distancia. De lejos, me pareció un exótico animal de locomoción excéntrica perdiéndose en las espesuras del bosque.

Tokelau ha incrementado su PIB en más de un 10% a través de los registros de su nombre de dominio bajo su dominio más usado, .tk. En septiembre de 2003 Fakaofo se convirtió en la primera parte de Tokelau con una conexión de Internet de alta velocidad. Foundation Tokelau financió el proyecto. Tokelau da más dominios gratuitos que ningún otro territorio garantizándose así una publicidad importante de su territorio.

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Fotos | Wikipedia

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