Todas las cosas que me atreví a hacer en Altos Pirineos: blogtrip LourdesPyrenees (I)

Todas las cosas que me atreví a hacer en Altos Pirineos: blogtrip LourdesPyrenees (I)
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HOY SE HABLA DE

¿Sabéis una cosa? Hay mitos tan profundamente arraigados que la mayoría de la gente sigue creyendo en ellos a pesar de que basta googlear treinta segundos para desmentirlos. No sé, por ejemplo, que las espinacas tienen mucho hierro, que la vitamina C previene el constipado, que los topos son ciegos, que a los ratones les encanta el queso, que los piratas iban con pata de palo (y loro), que el crack del 29 provocó que los banqueros se suicidaran desde los rascacielos de Wall Street (sólo se registraron dos suicidios y no fueron banqueros ni agentes de bolsa) o que Sherlock Holmes pronunciaba aquello de “elemental, querido Watson” (al menos nunca dijo tal cosa en las obras de Conan Doyle).

Esa clase de mitos. Los mitos que seguirán perpetuándose otro siglo más. Pues bien, un mito de similares características a los anteriormente mencionados es que yo, un servidor, no iba a ser capaz de volar en parapente, habida cuenta de mi legendaria capacidad para hacerme popo en los calzoncillos. En realidad, este mito solo se prodigaba entre mis familiares y allegados, pero era igualmente un mito muy arraigado. Sí, sólo era (o es) un mito: ¡porque lo he hecho! No con la soltura, el brío y la chulería de un héroe de acción (más bien parecía un trémulo trozo de carne con los ojos un poco desorbitados), pero lo hice. Volé. Como Ícaro. Como Supermán. Y encima conseguí aterrizar, casi, casi, con la gracilidad de Mary Poppins.

Es lo que hice, volar en parapente. Pero hice también muchas otras cosas, como descender en patinete de montaña, recorrer un tramo de una vía ferrata, recoger agua de la virgen de Lourdes, probar la grasa de pato, relajarme en un impresionante balneario, conocer la historia de los húsares, pernoctar en el hotel más cybertrónico que había visto nunca, ayudar a concebir un personaje irreal (o real) llamado Ramón, en plan demiurgo… y muchas otras cosas que os contaré en el siguiente artículo y que fueron, todas ellas, llevadas a cabo en el contexto del blogrip #LourdesPyrennees por gentileza de Haute-Pyrenees y Vueling y la grandísima compañía de cuatro bloggers de viajes que siempre guardaré en el espacio de los recuerdos que vale la pena conservar.

Que empiece la aventura, ¿no?

La cascada más alta de Europa

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Una de las primeras cosas que hicimos al llegar al aeropuerto de Lourdes el sábado 13 de julio de 2013 fue dirigirnos al Circo de Gavarnie, en el Pirineo francés, considerado Patrimonio Mundial de la Unesco. A los cinco minutos de pasear por sus senderos entiendes la razón. Una naturaleza desbordante, unos paisajes estilo El señor de los anillos, rodeados de dieciséis cumbres de más de 3.000 metros (de ahí su nombre de “circo”, pues las montañas crean una suerte de escenario seis kilómetros de diámetro)… y en lontananza la cascada más grande de Europa. «No se parece a nada que hayan visto en cualquier otro lugar» escribió Victor Hugo, el autor francés de Los Miserables.

A pesar de que lloviznaba un poco, nos resistimos a volver a la furgoneta que nos había llevado hasta allí y, en compañía de la que sería nuestra guía durante todo aquel viaje, la dicharachera Anna Fontan, nos encaminamos hacia aquella cascada que, a cada paso, iba incrementando su tamaño progresivamente. Todavía estaba a dos horas de camino y, sin embargo, mirad cómo lucía a lo lejos, con sus más de 400 metros de caída vertical.

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Hacer senderismo por este lugar es como estar realmente en el escenario de un circo, sí, pero un circo que nada tiene que ver con los payasos o los funambulistas, sino con una representación idealizada de lo aparece en los cuentos de hadas.

Luz, y baños termales

puente napoleón
A media tarde, regresamos a nuestra furgoneta y nos dirigimos a Luz. Antes, sin embargo, hicimos una pequeña parada en el puente de Napoleón, que desenclava el valle de Gavarnie. Las vistas desde el puente son espectaculares. Si sufrís de vértigo, no os asoméis al abismo. Este puente fue construido por Napoleón III, para salvar el cauce del río Gavarnie. Tiene un sólo arco de 47 metros de diámetro y 66 metros de altura.

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De camino, justo antes de llegar a Luz, donde pernoctaríamos, también hicimos una parada para relajarnos antes de la cena. Y nada mejor para relajarse que un balneario. Y es que una de las mayores atracciones de Luz son los baños termales. El lugar escogido fue Luzéa. Enfundado en mi albornoz blanco, me sentía como un ‘petit Napoleon’ recorriendo estancias de mármol gris decoradas con mosaicos neo-romanos. Probé jacuzzis, saunas, piscinas de agua helada, siempre con los imponentes Pirineos asomando por los ventanales. También me encantó el soberbio salón donde uno puede tumbarse y relajarse, frente a una vista panorámica del valle.

Luzéa
Salí del lugar a punto de caramelo, en estado perfecto para cenar algo y dormir plácidamente. Para ello, nos alojamos en el hôtel Montaigut, el típico hotel de montaña en el que, por las mañanas, cuando abres la ventana, por un momento te sientes como Heidi. Para cenar, sin embargo, nos internamos en el pintoresco pueblecito de Luz. Está situado a 711 m. de altitud, rodeado de verdes montañas. De camino me topé con algunos bares y cafeterías ciertamente entrañables, que basculaban entre lo rural y lo más moderno o hipster, lo cual era una combinación que me sedujo al instante.

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Mientras oscurecía, cenamos en Les cascades, donde probé una de las patatas pochadas más deliciosas que había probado en mi vida. Intrigado, le pregunté a Anna cuál era el secreto de aquel sabor. ¿Alguna sustancia ilegal? En absoluto: el secreto residía en que no se usaba aceite, sino grasa de plato. Y a partir de entonces, la grasa de pato se convirtió en una obsesión durante todo aquel viaje.

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La comida, deliciosa. Sí, reconozco que no tengo muchas manías y soy capaz de disfrutar prácticamente de todo. La naturaleza nos hizo omnívoros, ya sabéis, y yo, en ese sentido, ando bastante sincronizado con la naturaleza (en otros, no). Por eso, si somos capaces de comer y digerir desde secreciones rancias de glándulas mamarias a hongos y rocas (es decir, queso, champiñones y sal), no le iba a poner impedimentos a aquel menú, ni a la grasa de pato ni a todo lo demás, que fue lo que sigue.

grasa de pato forever

Cuando un oso llamado Baloo me miró a los ojos

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Debo admitir que los zoológicos no me gustan. Al menos no me gustan la mayoría de ellos. Como tampoco me gustan las tiendas de animales. Me producen tristeza, no soy capaz de disfrutar del hecho de contemplar animales enjaulados, taciturnos, para solaz de los visitantes. Los zoológicos, en resumidas cuentas, me parecen lugares sórdidos. Llamadme nenaza o hiperestésico, en función del grado de pedantería queráis imprimir al epíteto. (Yo prefiero hiperestésico, por cierto)

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La cuestión importante es que ésa no es la sensación que tuve al visitar el Parc Animalier des Pyrénées de los Altos Pirineos. Aquí no parece que los animales estén en cautiverio como en vitrinas donde se exhibe mercancía. Aquí los animales tienen una montaña para ellos solos, campean a sus anchas en semi-libertad (con algunos animales puedes interactuar, con otros te separa un abismo, unas rocas, y muy pocas verjas o pantallas de protección).

No me extraña que este lugar, mucho más grande e interesante de lo que hubiera imaginado en un principio, sea escogido anualmente por más de 125.000 visitantes. Vi ciervos, marmotas, ardillas, lobos, nutrias… y hasta osos, en particular un oso llamado Baloo que hacía un poco de posturismo para que le echáramos fotos.

Ah, también tuve la oportunidad de contemplar un apartamento para insectos, como una suerte de 13 Rue del Percebe entomológico. Lo más gracioso es que frente a este apartamento de madera había una pequeña explanada con flores y otras hierbas, y un letrero que rezaba algo así como “no cojas las flores, son nuestra comida”.

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En todo momento parece que estás andando por plena naturaleza, salvo por una zona techada con animales disecados, algunos de ellos extinguidos. Y el personal del parque está continuamente pululando por ahí, dando de comer a algunos animales, o permitiendo que nos acerquemos a otros con mayor seguridad. Tuve la opción de darle de comer a una marmota de mi propia mano, pero finalmente no la decliné porque soy de naturaleza cobarde y lo máximo que me permito tocar con cierta sensación de seguridad es un perro manso(mayormente pequeño).

Lo más interesante de este parque es la posibilidad de quedarte a dormir en él, alojado en una casa de madera. Dentro de la casa tienes todos los lujos que puedas soñar, desde microondas hasta baño de diseño. Pero fuera, oh, fuera estás rodeado de lobos. Imagínaos dormir con los aullidos cerca de ti. Pero perded el cuidado: la casa está protegida por unas planchas transparentes, lo cual incluso te permite tumbarte en una hamaca en el jardín de la casa para observar a la fauna circundante. Como si fueras Frank de la Jungla.

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Saltando a 3.000 metros de altura (casi sin aire)

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Tras la experiencia con los animales pirenaicos nos dirigimos raudos al acceso en teleférico que nos conduciría hasta el Pic du Midi de Bigorre. El viaje se hizo un poco largo en furgoneta porque ganamos algunos metros por carretera a costa de recorrer un sinuoso puerto de montaña que en esos momentos estaba hasta los topes de ciclistas que competían en una carrera (no olvidemos que por estos lares cruza el celebérrimo tour de Francia).

En pocos minutos de ascensión, ya estábamos a 2.788 metros de altitud. Pero no imaginéis que a semejante altura sólo hay un pico lleno de nieve, porque es justo lo contrario: aquí arriba parece que esté la guarida secreta de algún villano de James Bond. 600 metros cuadrados de terrazas, instalaciones futuristas, ascensores internos, una sala donde proyectan documentales, y un gigantesco observatorio astronómico.

A semejante altura, si el día está claro, me dijeron que incluso se podían divisar las luces de Barcelona. El mayor handicap es que aquí hay menos oxígeno, y cualquier esfuerzo físico resulta mucho más agotador. Por ejemplo, tras probar varios saltos para tomar la siguiente foto, al final acabé jadeando como si llegara de la Maratón.

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Otra posibilidad que me pareció muy interesante, y que seguramente resultará irresistible para todos los amantes de la astronomía, es que por unos 200 € euros existe la posibilidad de quedarse a dormir en estas instalaciones. Lejos de todo. Casi en el techo del mundo. Por la noche, los astrónomos residentes te permiten echar un vistazo a la bóveda celeste mediante el telescopio. Turismo científico alucinante, y solo a tres o cuatro horas en coche desde Barcelona o Madrid.

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Ah, y como veis arriba, comimos en las instalaciones, donde había un espléndido restaurante: cerdo, oveja y pato. Ñam!

Vía Ferrata

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Me sentía como un soldado a punto de comenzar una misión por las montañas. Como Rambo. Como Stallone en Máximo riesgo. Sólo me faltaba tiznarme de barro bajo los ojos y equiparme con el cuchillo K-Bar de marine americano. Sí, aquí estaba yo tras descender del Pic du Midi, en una vía Ferrata que quedaba ya abajo, en Bigorre. Via Ferrata Vertiges de l’adour. Un recrrido acrobático escondido al pie del Pic du Midi que posee varias posibilidades: puentes de mono, pasarelas, columpios, entrecortados por porciones de via ferrata, por encima de la cascada de Garet.

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Cuando me estaba ajustando el casco y los arneses, a mi mente acudieron unas ominosas palabras de uno de mis libros de cabecera, Consilience, de Edward O. Wilson: “la cabeza es un globo frágil e internamente licuescente, en equilibrio sobre un delicado eje de hueso y músculo, en cuyo interior el cerebro es vulnerable y la mente se puede aturdir o incapacitar con frecuencia.” Afortundamente, esta actividad es mucho más intimidatoria se la observas desde la barrera que si la pruebas en tus propias carnes. Al principio estaba un poco indeciso, torpe, e incluso me hice un par de magulladuras, pero a los veinte minutos ya me sentía como Tarzán, dispuesto a aceptar lo que me echaran. Incluso la circunstancia de que empezara a llover y a tronar a lo lejos, que mi ropa se llenara de barro, incrementó la adrenalina y la sensación de que estaba en plena misión.

Con todo, al acabar aquel tramo en el que escalé riscos, crucé puentes estrechísimos, me rebocé en barro y pasé de uno a otro extremo de un río colgado de una cuerda, como un trozo de carne que se dirige al matadero, al acabar todo eso, digo, tenía los músculos entumecidos, como si hubiera picado mucha piedra (que lo había hecho) y las hubiera pasado canutas (que también). Pero no importaba. Aquél era esa clase de agotamiento endorfínico que nace del deporte y de las experiencias únicas, del típico viaje magallánico en el que has descubierto nuevos finisterres. Bueno, dejemos la lírica, que las raspaduras en las manos no me las quitaba nadie.

Afortunadamente, aquella noche dormiríamos en el Hotel Mercure Sensoria, en Saint-Lary, que me encantó. Era esa clase de hotel alpino de alto copete, todo en madera, pero con un diseño entre Ikea y rural que perfectamente podría ser portada en alguna revista de decoración de interiores.

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Y entonces me fui a dormir... otro día os sigo contando todas mis aventuras y todo lo que me atreví a hacer en Altos Pirineos, que lo mejor está por venir.

Fotos | Sergio Parra

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