Descubriendo las Highlands en coche, el lago Ness, y que uno debe ser fiel a sí mismo (aunque no lo sea)

Descubriendo las Highlands en coche, el lago Ness, y que uno debe ser fiel a sí mismo (aunque no lo sea)
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Hace unos años tuve la ocasión de recorrer el norte de Escocia en coche acompañado de una persona muy viajada, una mujer de verborrea incontenible y nombre de duende: Deirdre. Reseguimos la costa, donde las gaviotas chillaban en el cielo. Nos adentramos en el perpetuo celaje de diminuta lluvia que se cernía sobre las Highlands. Recorriendo carreteras de dos sentidos tan anchas como una carretera de un sentido: tiras de asfalto en mitad de inmensos campos verdes.

Bajamos del coche y también paseamos por senderos formados por las pisadas de otros viajeros. Ascendimos una colina verde a través de ramas secas dispuestas a intervalos, que obraban a modo de peldaños. El suelo era blando y húmedo, casi pulposo. El mundo desapareció y sólo estábamos nosotros y el bosque, y las sinfonías que llegaban por parte de aves invisibles para nosotros. Hablábamos poco, pero una intimidad más allá de las palabras se había establecido entre nosotros.

El lugar era tan apacible que daba miedo. Seguimos ascendiendo por la ladera de la colina hasta llegar a una explanada. Desde allí pudimos avistar un castillo al norte. Un poco más al oeste, un lago de mercurio. Y bajo nuestros pies, el coche que nos había llevado hasta aquellas tierras. Atravesamos un rústico puente de troncos que salvaba un riachuelo, siempre mojándonos pero sin quedar empapados. Aquellas salpicaduras eran agradables, pues ayudaban a combatir el sofoco.

El sendero se estrechó entre dos paredes de roca desnuda, llenándose de sombras. Era un poco opresivo, pero enseguida el sendero giró y desembocó en otra explanada de vistas fotográficas. Allí se erigía una iglesia. Las campanas agitaron su nuez de adán. Un sereno éxtasis flotaba en el ambiente, mezclándose con la neblina fantasmagórica o celestial.

Deirdre tomó asiento en lo alto de una hondonada, dejándose acariciar por las mil gotas invisibles del chirimiri, como si recibiera húmedos besos de criaturas diminutas. Se la veía tranquila, en paz consigo misma. Tan a gusto y confortable como pudiera estar yo en mi habitación atestada de libros. Su habitación, por el contrario, no tenía paredes, se extendía hasta el infinito. Y tan natural se sentía ahí encima que sacó un objeto de su bolsillo. Deirdre solía manosear un pedazo de bramante que aparecía en sus manos como por arte de magia. No sé qué significaría aquel objeto para ella, pero sobaba el bramante con una pasión de niña urdiendo alguna diablura infantil.

Mientras, me aproximé a un manantial que brotaba de la roca. No fluía demasiada agua, pero sí lo suficiente como para formar una serie de cascadas pequeñas que se precipitaban por el lateral de la colina. Me refresqué echándome más agua al cuello. Sudaba y estaba mojado por la lluvia. Había allí una mágica yuxtaposición de calor y frío, juntos pero sin invadirse el uno al otro, juntos pero mal avenidos, oximorónicos.

Lago Ness
También nos detuvimos más tarde en el lago donde la leyenda dice que habita Nessie, el lago Ness. Se congregaban allí muchos grupos de turistas, arrastrando a niños que correteaban de un lado al otro armando alboroto. Alguno se hizo fotografiar simulando que huía gritando, escapando de aquel monstruo de naturaleza pecuniaria. Nosotros no tiramos ninguna fotografía, pues sólo estábamos allí, sin más, disfrutando del íntimo goce de hollar nieve virgen. Recuerdo que comimos una ensalada de gambas inmensa.

Viajando en el coche, atravesando las nubes y desapareciendo del mundo a intervalos, Deirdre enunció con aire poético que los viajes te cambian, qué duda cabe, y que al regresar ya no regresas tú sino otra persona diferente que te ha hurtado el DNI. Decía:

"Es más fácil convertirse en otro porque tus allegados te han visto partir. Literalmente has desaparecido para ellos, ¿no crees? Sí, sí, yo creo que sí, que ellos asumen con menos traumas e historias que alguien regrese con mayor profundidad en la mirada. Y el saberlo también te da más libertad para dejarte moldear por lo que has vivido ahí fuera, ¿no crees? La gente pensará: bien, se habrá comido las del calamar y punto pelota, por eso ha cambiado tanto. Y lo aceptarán. Pero si no desapareces nunca, la gente se resiste a asimilar que cambies o evoluciones. Lo cual es una memez, ¿no? Porque, vamos a ver, te dicen mucho lo de que seas tú mismo, que seas fiel a ti mismo y demás zarandajas. Pero si yo decido cambiar, o incluso si me dejo influenciar por alguien, ¿no estoy siendo también fiel a mí mismo? ¡Pues claro! Mi Yo decide ser otro, dejarse influenciar. Mi forma de ser puede ser ésa.Y entonces, ser fiel a uno mismo sería dejarse cincelar por las cosas que te rodean, ¿no? ¿Me explico? Quizá el que se mantiene siempre en sus trece, estanco, y lo hace para demostrar a los demás que es fiel a su espíritu, en realidad es más hipócrita y falto de personalidad, pues no es él mismo, sólo finge serlo. En fin, menudo rollo, perdona, me da por filosofar cuando piso estos lugares tan asombrosos, y si de banda sonora suena algo de música celta, ya ni te digo."

Inverness
Necesitaba que Deirdre continuase hablando, así que le pregunté cómo había empezado a viajar, cuál fue la causa que la convirtió en una máquina de movimiento perpetuo. Y ella, de natural parlanchina, no se calló nada. Me narró una historia tan inverosímil que no supe si debía creérmela. Con todo, la disfruté por el simple hecho de salir de su boca, como si sus fonías se mezclaran conmigo al penetrar por mis oídos, y entonces, de algún modo, Deirdre se agitaba dentro de mí. Con el timbre, la cadencia y las oportunas inflexiones en la voz de los mejores cuentacuentos, me desveló que ella salió de su casa a mi edad, de resultas de un anuncio en el diario.

Pero eso os lo contaré en otra ocasión.

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