Sensaciones atravesando los Montes Urales en el Transiberiano

Sensaciones atravesando los Montes Urales en el Transiberiano
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He decidido de vez en cuando ir compartiendo con vosotros desde Diario del Viajero, sensaciones muy personales de instantes vivídos en algunos de mis viajes.

Siempre he creído que una descripción de un momento cualquiera puede inspirarnos o motivarnos a vivir una intensa aventura. Hoy nos trasladamos al atardecer que acompañó a mi paso de Europa a Asia cuando atravesaba en tren los los Montes Urales en Rusia...

Atardecía sobre los abetos estirados que se desdibujaban, más allá del cristal descolorido de la ventana de uno de los innumerables trenes que se ciñen, besando el acero de las vías de la línea transiberiana. Fue entonces, cuando me sentí sin hogar, sin pasado, colgado de un instante donde tan solo era consciente de encontrarme atravesando la línea casi imaginaria que dicen separa Europa de Asia.

Los Montes Urales me miraban con el solemne desdén de aquellos que saben de su grandeza impertérrita. Mis ojos perseguían cada reflejo robado a las últimas horas de día, se prendían de cada cambio de paisaje, mientras la melodía quejicosa del tren me entregaba a mil y una ensoñaciones sobre aquellas tierras inabarcables de Siberia donde el ser humano se pierde entre una maraña de nomadismo, leyendas y aventura.

La tundra, donde el frío esculpe su templo más sagrado congelando cualquier idea de porvenir, se extendía a estallidos de naturaleza hacia el este. En esas regiones donde se quedaron helados los años, en esa tierra de nadie, en ese páramo entre occidente y oriente sentí que el tiempo se dilataba extrañamente y se abría una brecha de puro presente.

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Intentaba trazar inútilmente mi posición sobre un mapa imaginario y en medio de aquella inmensidad percibí que mi pequeñez se hacía notable. Pensé que tal vez la decisión de viajar desde Finisterre a China por tierra solo fuera una excusa para vivir un momento como aquel, un segundo flotando en un espacio olvidado del mundo, un paréntesis minúsculo donde nadie pudiera saber quién era, ni a donde me dirigía. Sentirme como un ser invisible y extraño, que se adentra hacia lo desconocido bañado tan sólo por la luz de un atardecer cualquiera.

Un golpe súbito y seco en mi espalda me rapto del ensueño. Un mongol de corpulencia hercúleo me observaba de soslayo con gesto iracundo tras haberme propinado un empujón que me obligaba a apartame del estrecho pasillo que discurría junto a las ventanas del vagón.

El tren se dirigía a Ulan Bator la capital de Mongolia y numerosos mercaderes iban y venían incansables durante todo el día de una punta a otra del tren con mercancías dispares: bikines de colores chillones, pantalones de gris clónico, juguetes de plástico, enseres a los cuales no sabría poner nombre, …

Oriente comenzaba a conquistar los rincones de la cotidianidad, se filtraba con sus sutiles artes a medida que avanzábamos hacia el este, siempre hacia el este. Europa quedaba tras de mí. Justo en ese momento sentí que realmente comenzaba el viaje.

Imágenes | Víctor Alonso En Diario del Viajero | Cape Maclear: un tesoro a orillas del Lago Malawi

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